Ameca

Ameca

ERA EL PLENO MEDIODÍA cuando llegamos a Ameca. Ardía el aire de cigarras. La cordillera que rodea la población, el Coahutépetl, iba como rodando la luz de este sol enfebrecido.

Dicen que el picacho más alto es conocido como Cerro del Águila o de Ameca. Amécatl, en la denominación autóctona quiere decir cordón de agua, mecate de agua, o lugar donde el viento sopla.

Como una serpiente encrespada al soplo del viento, así se rodea de Ameca esta cordillera que deja libre una extensa planada donde se matizan todos los tonos verdes de su exuberancia.

Ahí está la riqueza de Ameca, una fecundidad que canta en los cañaverales con el mismo rumor del río. Ahí esta también el proceso de su desarrollo en el tiempo, los gajos de su historia.

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Desde diversos ángulos, en el pasado y en el presente, Ameca ha llegado a sobresalir entre las poblaciones de la región, «del mismo modo que se levantan los cipreses entre los blandos helechos».

El cristo milagroso que se venera aquí, bajo el nombre del Señor Grande de Ameca, ha sido centro de fe y de irradiación espiritual desde rumbos muy distantes.

A propósito del origen de esta imagen, se tiene una piadosa leyenda que habla de un extraño personaje, vestido de una forma que no correspondía al uso de la región. Dicen que él fue el portador de esta imagen y que nadie supo de dónde llegó ni cómo vino; en tiempos en que no había medios de transporte para cargar a la espalda aquel bulto misterioso que fue a depositar a las puertas del curato.

Preguntó por el señor cura Solano, encargado en aquellas fechas de la parroquia. No se encontraba en el momento y el individuo dejó el bulto diciendo que volvería.

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Pero no volvió, y el señor cura lleno de curiosidad mandó que se abriera aquella recia caja de madera, encontrando ahí el rostro -solamente el rostro- de un Cristo. La perfección de aquel trabajo, el semblante dolorido, su gesto humano y divino al mismo tiempo, causó tan sublime embeleso en quienes lo contemplaron que quiso el señor cura Solano encargar a un buen escultor completara la imagen del Crucificado.

Y cuentan que quien realizó la escultura, por cierto de una palidez amarillosa, como de un cadáver, con chorreaduras de una sangre negra, como corresponde al color de una sangre muerta, murió al día siguiente de terminar el trabajo.

Una historia que, en cualquier forma, encierra una enseñanza de hondo significado, calcado en la misma doctrina católica que ve a la humanidad como una configuración mística del Cuerpo de Cristo…

Así, El Señor Grande de Ameca, se entregó a este pueblo como la cabeza, signo vital de valor divino; pero Ameca misma puso la madera, encarnó el cuerpo, construye los miembros doloridos y despedazados, y se hace un mismo ser con Cristo, con ese Cristo milagroso que atrae y conmueve y mueve en explosiones de fe y de amor a todos los amequenses.

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