San Martín de Bolaños

San Martin de Bolaños

ALLÍ DONDE SE dobla el canto del agua, donde se aquieta el río en un remanso rodeado de peñascos, está el pueblo de San Martín de Bolaños.

Cuando uno encumbra río abajo, desde Chimaltitán, y alcanza a divisar este pueblo, lo ve así en el lejanía; parece una flor dormida en el espejo del río, flor de pitayo, de garambullo o de huizache…

San Martín tiene su historia, tiene sus leyendas, tiene la gentileza de sus habitantes, todo ello envuelto en la bruma agobiadora de un calor insoportable. El cañón cerrado, oscurecido en su estrechez, a 700 metros sobre el nivel del mar, está resoplando allí. Es un vaho caliente, es la respiración de la barranca que nubla y envaguece la visión.

San Martin de Bolaños-1

Se sabe que todos los minerales del cañón tuvieron como referencia o cabecera, un poblacho que se nombró Real de Minas de Santa Rosa de Albuquerque.

Al tiempo se extinguió la veta minera y desmantelaron las improvisadas estramancias, se tapiaron los socavones y la gente del pueblecillo vino a asentarse al sitio donde está ahora San Martín de Bolaños.

Se vinieron aquellos mineros y trajeron consigo la imagen de un Cristo de tamaño natural que les habían donado allá unos españoles de apellido De la Barrera. Se trajeron su Cristo y no quisieron olvidar a Santa Rosa, conjugando en uno el título del patronazgo que adoptaron en el nombre del Señor de Santa Rosa, con fiesta el 30 de agosto.

El actual templo parroquial se empezó a construir el año de 1895, al Iado de la primera iglesia donde se colocó el crucifijo, allá a mediados del siglo XVIII.

San Martin de Bolaños-2

Se guarda en los anales el nombre de las personas que hicieron frente a los costos de construcción, encargándose sucesivamente de las rayas de los albañiles. Ellos fueron don Felipe Ureña, don José María Ureña y don Evaristo Paredes.

Las tumbas de estos tres esclarecidos benefactores están situadas todavía a las puertas del templo viejo, y todavía rebulle en el ánimo del vecindario un recuerdo de gratitud y cariño en su memoria.

Allí queda San Martín de Bolaños a la hora angustiada del atardecer. Las rinconadas de los cerros se están llenando de sombras, mientras en los picachos resplandece todavía la fuerza llameante del sol.

Sopla un viento que se encajona en los acantilados y alza livianas tolvaneras. Pero el viento es tan caliente como el resuello ardoroso de aquel cañón en fiebre de alta temperatura.

El río ahora esmirriado y flaco, no el caudaloso de otros tiempos, viene desde los rincones más distantes de la barranca, con un canto quedo y un temblor de agua entre las piedras, pintado apenas en los brillos del último sol de la tarde.

Y luego un remanso de aguas verdosas donde parece que San Martín está flotando como una blanca flor, zacalasúchil.

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